Escribo y rezo mi libro Soledario
consignando
siempre las historias
que me afectan o emocionan.
Los vecinos enfermos que se han ido,
la familia afectada por la contingencia,
las tristezas de dolientes;
el paso fúnebre por la calle.
¡La muerte acecha la puerta de la entrada!,
¡esperando visitas que me han de contagiar!
Las flores marchitas antes rozagantes
buscando las abejas que la han de polinizar;
sin embargo, la ausencia de la calle
se las lleva lejos con su polen deseado
que nunca llegará.
¡La muerte acecha en cada respiro en la ventana!,
¡esperando que el viento me ha de contagiar!
Le escribo a la alegría
que no encuentro en ningún lado
al cielo claro y azul ya oscurecido,
noches sin lunas y sin estrellas.
Noche de cuervos vigilantes
ocultos al paso del cometa predictor.
¡La muerte acecha en cada ave y su graznido!,
¡esperando que su aliento me ha de contagiar!
Reviso el
libro buscando correcciones
Rasgos tristes que quiero modificar
Mis frases toman formas impensables,
dolor de ausencias y congojas
que obnubilan la mente
y guían la pluma
a escribir mi Soledario.
¡La muerte acecha a cada verso y expresión fallida!,
¡esperando la tristeza que me ha de contagiar!
Es acaso este libro solitario,
cincelado en cada signo y dolor
el último suspiro, lapidario,
la esquela signada del adiós,
¿el texto de mi Obituario?
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