El Sr. Trudó. El
vendedor de poemas
A la poeta Marina Livingstone
Se acercó, enjuto,
esforzando la mirada hacia el nivel de mis ojos; su rostro quijotesco reflejaba
una miseria alimentaria de mucho tiempo. Masticaba estruendoso un mendrugo cuyo
bocado lo paseaba por las encías sin muelas de ambos lados de su quijada.
—¿Renta
usted un cuarto?
No deseaba
caer en los mismos errores de alquilar habitaciones a personas que al final de
cuentas no pagan sus adeudos dada su situación económica o simplemente porque
no consideran una prioridad la de tener un lugar seguro convertido en hogar para
el resto de sus vidas.
Agachó la
mirada obligado por el arco vencido de su espalda; su respiración forzada tomó
un nuevo suspiro y se apoyó con fuerza en un tronco de rama de árbol convertida
en bastón.
Lo observé
y sentí una enorme conmiseración, respeto y reconocimiento a su larga vida de
luchas, de metas logradas de esas que no llenan bolsillos, pero alborozan el
alma y acorazan el espíritu.
Traía una
bolsa de mercado con diversos objetos y ceñido el brazo con su torso un legajo
de hojas desleídas escritas a máquina, en el pecho colgaba un anuncio manchado
de restos de bebidas y alimentos:
SE HACEN POEMAS A
LA ORDEN:
DE AMOR Y DESAMOR
DESENGAÑOS
TRISTEZA Y
VALENTÍA
—Me dicen el Sr.
Trudó, espetó.
Me parecía
haber escuchado ese nombre. De momento no recordaba dónde. Tal vez en el
caminar de la vida, como a veces sucede se encuentra uno a diversas personas
que van enmarañando el trajinar del mundo; el movimiento laberíntico donde se
esconden las ideas y pernoctan insalubres la avaricia y la acumulación y le
priva al hombre toda probabilidad de ser.
Estuve a
punto de pedirle un ejemplar, una de tantas hojas sucias y arrugadas que
semejaban legajos del alma, baladas dispersas, cantos de amor y de tristeza.
Por respeto a su alta investidura preferí mostrarle el cuarto desocupado al
filo de la banqueta.
Pronto se
convirtió en mi vecino de abajo, al que diario observaba desde el segundo piso,
cuando cerraba su cuarto para ir a ofrecer su trabajo lírico, esparcir
sonrisas, soluciones amorosas y consuelo; dibujos de corazones y parejas en
comunión; y, sobre todo, la esperanza de que la poesía salida de su corazón
sería el aliento que muchos necesitamos para sobrevivir en este mundo de
violencia, materialismo y convertirlo en un acercamiento a nuestro propio ser
espiritual para trascender.
II
Empezaría por
describir al tal Trudó. Un hombre indescriptible partiendo de la idea que tal
vez nació de la imaginación. Pero no, ese tal vez no es posible cuando uno
despierta con la agradable sensación y cosquilleo en los dedos por oprimir a
gran velocidad cada letra y signo del teclado de la computadora. No es fácil,
suponiendo sin conceder, que me gana el entusiasmo y me obnubila la razón mis
largos dedos trabados y acostumbrados a perseguir en cada extremo de las líneas
de las teclas de doble signo; los acentos y grafías olvidadas programadas como
atajos si fuera necesario, con tan sólo tres de ellos en cada mano, sin técnica
definida, nada más con las ganas de escribir, pensar, crear y perseguir cada
idea y el reto de no olvidar cada frase, oración e ideas desgarbadas sin ton ni
son.
Debería decir, acaso, que ese tal Trudó, enigmático, taciturno,
fantasmal, de quien tan sólo observo su sombrero desde mi ventana del segundo
piso; a quién detecto a través de sus pasos en la acera, su traspiés cada
quinto paso, como si le fuera la vida en cada trecho y, luchara y se esforzara
por salir del letargo de su andar, cansado y taciturno; como si en los hombros
llevara a cuestas cada verso y prosodia del poema desgastado de su vida. O
quizás nada más sea el esfuerzo consuetudinario de encontrarse para dejar de
emular cuanta corriente, grupo, influencia, istmo o, el cadáver del poeta
fronterizo, nororiental o citadino que todos imitamos; vanagloriarse y
esclavizarse con su supuesto estilo; accidentado, mullido, desencantado y no
logrado, pero que las masas, huérfanas de héroes fallidos lo han ubicado como
escritor de una erudición insultante.
El gran Trudó, como yo lo imagino, pues el punto de vista me confunde al
grado de que su gran sombrero esconde su cuerpo, cuello y testa y apenas logro
ver sus zapatos desgastados y sucios; inclinados hacia los lados, como si
pisara espinas y para evitar lastimarse los arcos interiores… No, creo que
alucino. Qué tal si es un caballero de a caballo y la curvatura de sus piernas
son resultado del lomo del corcel, del trote diluido por el viento, atravesando
la enorme Pampa, con la mirada penetrante hacia el ocaso; el deseo insatisfecho
de la amada o la imagen desbordante de la metáfora que se escabulle en sus
ideas.
No puedo olvidar aquella tarde de lluvia y frío, cuando escuché el ya
conocido caminar del Sr. Trudó, pegado a la pared de mi casa, maldiciendo las
goteras y las primeras lluvias de un techo deslavado de mierdas felinas y de
palomas; me sentí culpable. Busqué las canaletas que nunca puse, los tubos de
bajada que harían más noble el excremento diluido por la acera, recorriendo sus
suelas perforadas; impregnando sus destrozados calcetines con miasma líquido y
el olor a café difuminado por la brisa.
No he dejado de pensar en el Sr. Trudó y la fortuna que tuve de
sospecharlo desde la primera vez que me llamaron la atención sus pasos
vacilantes, su tac-tac discordante y su poemario cerebral que dibujaba su mirada,
la de sus ojos que no puedo ver por el ala del sombrero, pero que intuyo, por
lo erguido de su rostro, su andar parsimonioso y la cadencia de sus versos,
átonos, libres, espontáneos y magníficos.
El Sr. Trudó, espera la tarde, bueno, casi la noche. Ese momento álgido
que los románticos adoran para que el rojo de la tarde se pierda poco a poco
entre las nubes o ante un Orto maravilloso que nos engaña por la curvatura de
la Tierra, para obsequiarnos un poquito más del paisaje vespertino; del tal vez
o quizás cuando oscurezca y se encuentre a sí mismo, como la metáfora alada que
se escabulle entre sus letras, en las páginas de sus textos, los imposibles,
los difamados y no aburridos por ser tan infieles a la hora de caminar.
III
No debo olvidar que un poeta
no puede serlo sin poemas. Me es sumamente difícil escribirle versos a un ser majestuoso,
imponderable cuya grandeza no está en la acumulación del dinero sino en las
ideas, los versos, las metáforas, esas que se vislumbran a su alrededor. Por tal
motivo, si le he de dar voz, debiera ser con una obra monumental, cuyo
descifrar nos envuelva en un manto de misterio. Ahora mismo esbozaré en la
memoria algunas ideas mientras lo veo caminar.
Volteó hacia mí, me observó detenidamente, me congeló las palabras que
le iba a sugerir. Levantó una mano a la inmensidad del cielo y dijo:
—Tal vez la pluma cansada
de tatuar el alma
refleje al fin
una especie rara del lenguaje;
busque el sonido
y
no la sombra,
para emular entonces,
la terrible soledad de mi silencio.
IV
Silencio… silencio… silencio…
Una lluvia pertinaz
y el viento confundieron los pasos perdidos, vacilantes, escuetos, lejanos;
entonces, me llegó como un chispazo, la idea loca de que algún día pudiese estudiar
dramaturgia y adquiriera los elementos para escribir una historia larga, larga,
como una oda, una fábula, un soliloquio, un gran poema que trascendiera mis
palabras, que llenara el espacio de un par de hojas y sólo entonces, empezaría
por describir al tal Sr. Trudó.
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