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miércoles, 20 de enero de 2021

El Sr. Trudó. El vendedor de poemas

 

El Sr. Trudó. El vendedor de poemas

A la poeta Marina Livingstone

Se acercó, enjuto, esforzando la mirada hacia el nivel de mis ojos; su rostro quijotesco reflejaba una miseria alimentaria de mucho tiempo. Masticaba estruendoso un mendrugo cuyo bocado lo paseaba por las encías sin muelas de ambos lados de su quijada.

—¿Renta usted un cuarto?

No deseaba caer en los mismos errores de alquilar habitaciones a personas que al final de cuentas no pagan sus adeudos dada su situación económica o simplemente porque no consideran una prioridad la de tener un lugar seguro convertido en hogar para el resto de sus vidas.

Agachó la mirada obligado por el arco vencido de su espalda; su respiración forzada tomó un nuevo suspiro y se apoyó con fuerza en un tronco de rama de árbol convertida en bastón.

Lo observé y sentí una enorme conmiseración, respeto y reconocimiento a su larga vida de luchas, de metas logradas de esas que no llenan bolsillos, pero alborozan el alma y acorazan el espíritu.

Traía una bolsa de mercado con diversos objetos y ceñido el brazo con su torso un legajo de hojas desleídas escritas a máquina, en el pecho colgaba un anuncio manchado de restos de bebidas y alimentos:

SE HACEN POEMAS A LA ORDEN:

DE AMOR Y DESAMOR

DESENGAÑOS

TRISTEZA Y

VALENTÍA

—Me dicen el Sr. Trudó, espetó.

Me parecía haber escuchado ese nombre. De momento no recordaba dónde. Tal vez en el caminar de la vida, como a veces sucede se encuentra uno a diversas personas que van enmarañando el trajinar del mundo; el movimiento laberíntico donde se esconden las ideas y pernoctan insalubres la avaricia y la acumulación y le priva al hombre toda probabilidad de ser. 

Estuve a punto de pedirle un ejemplar, una de tantas hojas sucias y arrugadas que semejaban legajos del alma, baladas dispersas, cantos de amor y de tristeza. Por respeto a su alta investidura preferí mostrarle el cuarto desocupado al filo de la banqueta.

Pronto se convirtió en mi vecino de abajo, al que diario observaba desde el segundo piso, cuando cerraba su cuarto para ir a ofrecer su trabajo lírico, esparcir sonrisas, soluciones amorosas y consuelo; dibujos de corazones y parejas en comunión; y, sobre todo, la esperanza de que la poesía salida de su corazón sería el aliento que muchos necesitamos para sobrevivir en este mundo de violencia, materialismo y convertirlo en un acercamiento a nuestro propio ser espiritual para trascender.

II

Empezaría por describir al tal Trudó. Un hombre indescriptible partiendo de la idea que tal vez nació de la imaginación. Pero no, ese tal vez no es posible cuando uno despierta con la agradable sensación y cosquilleo en los dedos por oprimir a gran velocidad cada letra y signo del teclado de la computadora. No es fácil, suponiendo sin conceder, que me gana el entusiasmo y me obnubila la razón mis largos dedos trabados y acostumbrados a perseguir en cada extremo de las líneas de las teclas de doble signo; los acentos y grafías olvidadas programadas como atajos si fuera necesario, con tan sólo tres de ellos en cada mano, sin técnica definida, nada más con las ganas de escribir, pensar, crear y perseguir cada idea y el reto de no olvidar cada frase, oración e ideas desgarbadas sin ton ni son.

Debería decir, acaso, que ese tal Trudó, enigmático, taciturno, fantasmal, de quien tan sólo observo su sombrero desde mi ventana del segundo piso; a quién detecto a través de sus pasos en la acera, su traspiés cada quinto paso, como si le fuera la vida en cada trecho y, luchara y se esforzara por salir del letargo de su andar, cansado y taciturno; como si en los hombros llevara a cuestas cada verso y prosodia del poema desgastado de su vida. O quizás nada más sea el esfuerzo consuetudinario de encontrarse para dejar de emular cuanta corriente, grupo, influencia, istmo o, el cadáver del poeta fronterizo, nororiental o citadino que todos imitamos; vanagloriarse y esclavizarse con su supuesto estilo; accidentado, mullido, desencantado y no logrado, pero que las masas, huérfanas de héroes fallidos lo han ubicado como escritor de una erudición insultante.

El gran Trudó, como yo lo imagino, pues el punto de vista me confunde al grado de que su gran sombrero esconde su cuerpo, cuello y testa y apenas logro ver sus zapatos desgastados y sucios; inclinados hacia los lados, como si pisara espinas y para evitar lastimarse los arcos interiores… No, creo que alucino. Qué tal si es un caballero de a caballo y la curvatura de sus piernas son resultado del lomo del corcel, del trote diluido por el viento, atravesando la enorme Pampa, con la mirada penetrante hacia el ocaso; el deseo insatisfecho de la amada o la imagen desbordante de la metáfora que se escabulle en sus ideas.

No puedo olvidar aquella tarde de lluvia y frío, cuando escuché el ya conocido caminar del Sr. Trudó, pegado a la pared de mi casa, maldiciendo las goteras y las primeras lluvias de un techo deslavado de mierdas felinas y de palomas; me sentí culpable. Busqué las canaletas que nunca puse, los tubos de bajada que harían más noble el excremento diluido por la acera, recorriendo sus suelas perforadas; impregnando sus destrozados calcetines con miasma líquido y el olor a café difuminado por la brisa.

No he dejado de pensar en el Sr. Trudó y la fortuna que tuve de sospecharlo desde la primera vez que me llamaron la atención sus pasos vacilantes, su tac-tac discordante y su poemario cerebral que dibujaba su mirada, la de sus ojos que no puedo ver por el ala del sombrero, pero que intuyo, por lo erguido de su rostro, su andar parsimonioso y la cadencia de sus versos, átonos, libres, espontáneos y magníficos.

El Sr. Trudó, espera la tarde, bueno, casi la noche. Ese momento álgido que los románticos adoran para que el rojo de la tarde se pierda poco a poco entre las nubes o ante un Orto maravilloso que nos engaña por la curvatura de la Tierra, para obsequiarnos un poquito más del paisaje vespertino; del tal vez o quizás cuando oscurezca y se encuentre a sí mismo, como la metáfora alada que se escabulle entre sus letras, en las páginas de sus textos, los imposibles, los difamados y no aburridos por ser tan infieles a la hora de caminar.

 

III

No debo olvidar que un poeta no puede serlo sin poemas. Me es sumamente difícil escribirle versos a un ser majestuoso, imponderable cuya grandeza no está en la acumulación del dinero sino en las ideas, los versos, las metáforas, esas que se vislumbran a su alrededor. Por tal motivo, si le he de dar voz, debiera ser con una obra monumental, cuyo descifrar nos envuelva en un manto de misterio. Ahora mismo esbozaré en la memoria algunas ideas mientras lo veo caminar.

Volteó hacia mí, me observó detenidamente, me congeló las palabras que le iba a sugerir. Levantó una mano a la inmensidad del cielo y dijo:

 

—Tal vez la pluma cansada

de tatuar el alma

refleje al fin

una especie rara del lenguaje;

busque el sonido

 y no la sombra,

 para emular entonces,

la terrible soledad de mi silencio.

 

IV

Silencio… silencio… silencio…

Una lluvia pertinaz y el viento confundieron los pasos perdidos, vacilantes, escuetos, lejanos; entonces, me llegó como un chispazo, la idea loca de que algún día pudiese estudiar dramaturgia y adquiriera los elementos para escribir una historia larga, larga, como una oda, una fábula, un soliloquio, un gran poema que trascendiera mis palabras, que llenara el espacio de un par de hojas y sólo entonces, empezaría por describir al tal Sr. Trudó.

 

 

 

 

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