A mi querido maestro de Teatro Edú Calleros.
El Sr. Trudó.
Guillermo Beltrán Villanueva
Empezaría por
describir al tal Trudó. Un hombre indescriptible partiendo de la idea que tal
vez nació de la imaginación. Pero no, ese tal vez no es posible cuando uno
despierta con la agradable sensación y cosquilleo en los dedos por oprimir a
gran velocidad cada letra y signo del teclado de la computadora. No es fácil,
suponiendo sin conceder, que me gana el entusiasmo y me obnubila la razón mis
largos dedos trabados y acostumbrados a perseguir en cada extremo de las líneas
de las teclas de doble signo; los acentos y grafías olvidadas programadas como
atajos si fuera necesario, con tan sólo tres de ellos en cada mano, sin técnica
definida, nada más con las ganas de escribir, pensar, crear y perseguir cada
idea y el reto de no olvidar cada frase, oración e ideas desgarbadas sin ton ni
son.
Debería decir, acaso, que ese tal Trudó, enigmático, taciturno,
fantasmal, de quien tan sólo observo su sombrero desde mi ventana del segundo
piso; a quién detecto a través de sus pasos en la acera, su traspiés cada
quinto paso, como si le fuera la vida en cada trecho y, luchara y se esforzara
por salir del letargo de su andar, cansado y taciturno; como si en los hombros
llevara a cuestas cada verso y prosodia del poema desgastado de su vida. O
quizás nada más sea el esfuerzo consuetudinario de encontrarse para dejar de
emular cuanta corriente, grupo, influencia, istmo o, el cadáver del poeta
fronterizo, nororiental o citadino que todos imitamos; vanagloriarse y esclavizarse
con su supuesto estilo; accidentado, mullido, desencantado y no logrado, pero
que las masas, huérfanas de héroes fallidos lo han ubicado como escritor de una
erudición insultante.
El gran Trudó, como yo lo imagino, pues el punto de vista me confunde al
grado de que su gran sombrero esconde su cuerpo, cuello y testa y apenas logro
ver sus zapatos desgastados y sucios; inclinados hacia los lados, como si
pisara espinas y para evitar lastimarse los arcos interiores… No, creo que alucino.
Qué tal si es un caballero de a caballo y la curvatura de sus piernas son
resultado del lomo del corcel, del trote diluido por el viento, la mirada
penetrante hacia el ocaso; el deseo insatisfecho de la amada o la imagen
desbordante de la metáfora que se escabulle en sus ideas.
No puedo olvidar aquella tarde de lluvia y frío, cuando escuché el ya
conocido caminar del Sr. Trudó, pegado a la pared de mi casa, maldiciendo las
goteras y las primeras lluvias de un techo deslavado de mierdas felinas y de
palomas; me sentí culpable. Busqué las canaletas que nunca puse, los tubos de
bajada que harían más noble el excremento diluido por la acera, recorriendo sus
suelas perforadas; impregnando sus destrozados calcetines con miasma líquido y
el olor a café difuminado por la brisa.
No he dejado de pensar en el Sr. Trudó y la fortuna que tuve de
sospecharlo desde la primera vez que me llamaron la atención sus pasos
vacilantes, su tac-tac discordante y su poemario cerebral que dibujaba su
mirada, la de sus ojos que no puedo ver por el ala del sombrero, pero que
intuyo, por lo erguido de su rostro, su andar parsimonioso y la cadencia de sus
versos, átonos, libres, espontáneos y magníficos.
El Sr. Trudó, espera la tarde, bueno, casi la noche. Ese momento álgido
que los románticos adoran para que el rojo de la tarde se pierda poco a poco
entre las nubes o ante un Orto maravilloso que nos engaña por la curvatura de
la Tierra, para obsequiarnos un poquito más del paisaje vespertino; del tal vez
o quizás cuando oscurezca y se encuentre a sí mismo, como la metáfora alada que
se escabulle entre sus letras, en las páginas de sus textos, los imposibles,
los difamados y no aburridos por ser tan infieles a la hora de caminar.
Una lluvia pertinaz y el viento confundieron los pasos perdidos,
vacilantes, escuetos, lejanos; entonces, me llegó como un chispazo, la idea
loca de que algún día pudiese escribir una historia larga, larga, como una oda,
una fábula, un gran poema que trascendiera mis palabras, que llenara el espacio
de un par de hojas y sólo entonces, empezaría por describir al tal Trudó.
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