El Iván
Por Guillermo Beltrán Villanueva
Relato para adaptar a un corto metraje
Parecía temprano pero no lo era. La perspectiva con la
que observaba la calle era igual a la que el recuerdo le llevó hacia algunos
días. Esa vez la vio partir una vez más sin el eco de sus palabras; intentó
decirle, amarle con sus letras, desinhibirse; ella, con la mirada oblicua e indiferente
le cerró los labios, no intentó decir nada, sólo el silencio que le callaba su
voz. Otra vez, el verso aquel nacido de la contemplación de su rostro, de su
mirar lejano, de su pensamiento ausente, de su manera de vestir autómata su
cuerpo endeble, ajado y sin la energía de antaño, no le permitió expresarse,
como tantas veces ansiaba hacerlo, decirle su poema, escribir, consignar en sus
apuntes sus ideas, no; si lo intentaba o al menos un poco de atención de su
parte, no. Su mutismo era como la negación perpetua a que él le dijese
poéticamente la verdad de su corazón. La miró partir y su voz interior, se
desdobló en silencio para no ultrajarla; uno a uno el verso, una a una las
palabras, una a una las lágrimas… (“—Tu rostro disfrazado de versos impensados luce
como lunas desgajadas la sombra niega la distancia
como égloga cautiva del antiguo verso”).
Ahora regresaba de nuevo. Más enviciada, incluso más que él. Saldría a
buscar trabajo. Le era imposible sostenerse. La vida lo había tratado duramente,
desde la pérdida de sus padres, su destierro a otras fronteras que ahogaban sus
recuerdos. Su encarcelamiento y expulsión del país extraño, su caída en la
delincuencia, la drogadicción ¿Dónde quedaron los días de gloria cuando era reconocido
como escritor, poeta, editor? Los días siempre grises, Nebulosos. Su perro
Firulais, Noble, esquelético, estragado. Iván era ahora un vagabundo, un malandro
pidiendo miserias con los vecinos a cambio de unos pesos para costear sus
drogas, las que comparte con Laura. Sí, aquella que describía en sus anécdotas
primigenias. Tisandie lo acogió de nuevo. La casa abandonada de sus
padres muertos. O el viejo edificio abandonado, guarida de esperpentos como él.
Deshechos. Podredumbre. Miseria. Ahí se arrinconaba con Laura para compartir
sus vicios.
De vez en cuando recordaba sus días de gloria literaria. De vez en vez la
observaba y desde la profundidad de lejanos ecos retumbaban sus viejas odas: El
amor es la suave inspiración del verso, la piel que espera, ansiosa el
tocamiento. Es el amor que se hunde y florece desde el fango, es la canción de
la vida al vaivén de un triste tango… No pudo evitar musitar sus
versos…
—Ya estás con
tus pendejadas. Sal para buscar algo, un toque un globito, lo que sea. Algo de
tragar.
—Sí Laura. Voy
a ver quién me da trabajo. Tú sabes que me canso, me da la malilla y no puedo.
Este pinche vicio que me está matando. Por más que lucho, no puedo. Ah, de la pinga a la tanga, la mota, el
piquete, con sorbete, el foco, el globito, el crac, ¡Maldita sea! Pero he de
luchar y salir adelante. Regenerarme, ser alguien de nuevo. Regreso. Voy con
don Memo, siempre me da trabajo. Jeje, también es muy descuidado y le puedo
volar cosas para venderlas. Jejeje.
—No te tardes,
estoy que me lleva la chingada. Ah, déjame decirte. Anoche te vino a buscar el
Momo, si, aquel carbón que te le debes tanta droga y te le escondes. Traían
algo en la cintura, ten cuidado.
La
desesperación se apoderaba de él. Por más que se esforzaba y lograba un par de
días sin consumo, poco a poco se acercaba a las drogas y caía de nuevo. Lo
intentaría una vez más. Eran las doce
del día. Se dirigió a la casa donde siempre reparaban algo. Dejó a su Jaina,
meretriz, musa o lo que sea. Y se llevó al firulais.
De pronto, un golpe seco, duro, en un costado, sintió deslizarse algo que le penetraba. Asombro, impotencia. Un leve empujón lo hizo doblegarse en la pared. Sin fuerza para levantar su cara. Algo caliente mojaba sus nalgas. Temía tocarse, ver el líquido, olvidarlo, evadirse. Tenía que mover aquello que destrozaba por dentro. Una lucecita se diluía y apagaba la imagen a su alrededor. Sopor. Tristeza. Recuerdos. La negación lo invadía. Desesperación. “Tanto qué hacer. Corregir su vida. Así, un último esfuerzo. Asirse de la pared. Levantarse. Seguir. Seguir”.
(“Se asomó al
patio y peguntó:
—¿Entonces qué don Memo? ¿Quiere que le ayude
en algo? ¿Usted sabe cómo? ¿No?
El señor lo vio no se atrevió a contestar.
—Quiero recuperar mi vida, dejar las
drogas, el robo, quiero bañarme, usar ropa limpia, devolver la vida que tuve
cuando mis padres vivían. Sacar para el taco, ¿Usted sabe cómo? ¿No?
Ya tenía tiempo que rondaba por la calle.
Algunas veces se acomedía a ayudar en reparaciones de casas.
—Mira Iván, la última vez me robaste las
pinzas de corte que compré carísimas y, no se vale que me hagas eso. Te di
comida durante tres días, te pagué 350 pesos diarios, sodas, lonche para
llevar, algo de ropa y te vas con mis pinzas recién compradas.
—Ya le dije que con trabajo se las repongo.
Usted sabe cómo. ¿No? (“Chin, no pensé que me había visto”). ¿Entonces,
¿me va a dar trabajo? Hágame el paro, le ayudo a que termine el piso de volada
por algo de feria. Usted sabe cómo. ¿No? ¿Me puede adelantar algo?
Necesito un flamazo para agarrar fuerza. Usted sabe cómo. ¿No?
Desde la otra calle se acerca Laura. Difusa.
Confusa más que nunca. Parecía levitar, transformarse en la piltrafa que sería,
no la que siempre ve lleno de amor. Como una voz lejana, le grita.
—Vámonos pendejo, Ese pinche viejo no te va a
dar ni madres.
—Cállate, pendeja, sí me van a dar trabajo.
—Pues pide un adelanto, pinche verguero.
Angustiado, al borde de las lágrimas por sus
luchas internas con su destrozada vida. Implora.
—Entonces qué, don Memo, ¿me va a dar trabajo? ¿Usted sabe cómo? ¿No?”).
El viejo seguía en su patio trabajando.
Sintió frío. Una presencia. Volteo.
— ¿Eres tú, Iván? ¿Dónde estás? ¿Con quién hablas?
Un
murmullo se alejó con el viento. Se asustó, le pareció escuchar su última frase
en voz queda, como un eco lejano y triste.
(“Si, adiós, Iván… Descansa)”.
Calles atrás el Iván estaba muerto.
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